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Apuntes históricos sobre la Plaza de Toros de Cehegín -Noelia Jiménez

Hubo un tiempo en que los grandes acontecimientos sociales se celebraban con un encierro de reses bravas. Los mozos corrían, aguerridos ellos, por las calles del pueblo, al tiempo que sentían el roce casi místico de los pitones de los toros que les seguían. Quizá había llegado al pueblo una representación del señor feudal de turno. O del rey. O quizá un duque, un conde o un marqués tenían la suerte de casar a su primogénita. Con el trabajo que les había costado, había que celebrarlo por todo lo alto. Ellos y los mozos del pueblo. Pero, eso sí, que su novio no corriera, no fuera a terminar desgraciándose y dejase a su hijita viuda antes de tiempo.
Claro que no sólo los casorios eran motivo para celebrar festejos taurinos. Ni mucho menos. Costumbre ancestral en España, la festividad de los santos patrones de un pueblo o una región también contaba con una celebración especial, que en muchas ocasiones consistía en encierros o cualquier otro tipo de festejos taurinos –no en el sentido en que la palabra “taurino” puede emplearse ahora, sino en una acepción mucho más amplia y laxa, que hace referencia al empleo de reses bravas –toros y vacas- en diversos juegos, de distinto corte y condición.
Poco sabían San Zenón y Nuestra Señora de las Maravillas que aquellos primeros encierros de toros por las calles de Cehegín iban a terminar dando tanto que hablar. En último término, estas primeras manifestaciones del espíritu taurino popular han sido las que, siglos después, han hecho posible una tradición que culminaba con la construcción de una plaza de toros hoy centenaria. ¡El revuelo que se ha montado con la consecuencia última de tanto encierro!
Antecedentes y primeros compases de la construcción del coso
Los primeros festejos taurinos de que se tiene constancia en la comarca en la que se ubica Cehegín son los encierros de reses bravas por las calles de los pueblos con motivo de todo tipo de celebraciones, entre las que se encuentran, como no podía ser menos, las fiestas en honor a San Zenón, a quien, desde 1726, acompañó en los honores de “patrono” de Cehegín Nuestra Señora de las Maravillas.
Así, los anales taurinos y los documentos históricos nos llevan a un tiempo en el que los festejos taurinos se celebraban en El Mesoncico o en la Plaza del Castillo. Porque no fue hasta 1900 cuando comenzó a construirse el hoy centenario coso de Cehegín.
Tenía que ser esa fecha. El último año del siglo XIX y el primero del XX. Los dos años que marcaron la concepción y posterior alumbramiento de la plaza de toros ceheginera. El último año del XIX era necesario para otorgar a la obra un carácter romántico, marcado por el sentimiento superlativo de una sociedad que se había conmovido por los pálidos pero al tiempo hirvientes valedores del romanticismo. Como si el velero bergantín cuyas hazañas cantaba y contaba José de Espronceda tuviese como “prima hermana” a la plaza de toros de Cehegín. Y, claro está, los primeros compases del siglo XX eran fundamentales para inspirar a la obra los nuevos hálitos de progreso y de modernidad que se requerían para ponerse el mundo por montera y emprender una obra de tales magnitudes.
Don José Navarro de Cuenca debió de estar imbuido de ambos espíritus: romanticismo y modernidad; sentimiento superlativo y ansias por encontrar nuevas alternativas. Así concebido, su empeño por construir una plaza de toros en Cehegín adquiere pleno sentido. Porque es él el mayor impulsor del proyecto y quien, desde su estrado político, hizo realidad uno de los sueños dorados de los cehegineros.
Don José había nacido en Cehegín el 15 de septiembre de 1861, en el seno de una familia que andaba más que desahogada en lo económico y que, con consolidada posición social, gozaba del respeto y la admiración de los cehegineros.
Durante su niñez, el pequeño José es testigo no sólo de la gran agitación política que convulsiona España, una nación incapaz de decidirse entre el sentimiento monárquico y las aspiraciones republicanas, sino que también ha de vivir en primera persona las dificultades que atraviesa su Región de Murcia: una terrible sequía asola a la región y degenera en una subsistencia clásica, que obliga a los ayuntamientos a realizar obras públicas para emplear a los obreros afectados por la miseria. Y precisamente de obras públicas conocerá los más profundos recovecos el joven José Navarro, que, tras cursar con éxito sus estudios de Bachiller en el Instituto de Murcia, se decide a comenzar la carrera militar en la Academia de Ingenieros de Guadalajara. Sin embargo, no termina don José estos nuevos estudios, pues, cuando estaba a punto de alcanzar el grado de Teniente, abandona la carrera y regresa a Cehegín. En cualquier caso, a buen seguro que estos años de estudios hicieron mella profunda en él y sirvieron, claro está, para emprender con éxito lo que sería una de las obras más importantes de su vida y de sus mandatos como alcalde ceheginero.
Claro que José Navarro no sólo destacó por su afán estudiantil, sino también por su empeño como “padre cristiano”, sujeto a los avatares de los designios divinos. Vean si no: el bueno de don José, “romántico” él, tuvo ni más ni menos que veinticuatro hijos. Ocho nacieron de su primera mujer, Irene de Cuenca, y dieciséis más, de su segunda esposa, María Manuela López. No hay duda de que Navarro se aplicaba con denuedo a sus deberes.
Bromas aparte, este rico hacendado, que era dueño de las tierras de media comarca, como suele decirse, siempre destacó por su gran corazón con las personas necesitadas. Y esta preocupación por lo que hoy llamaríamos “asuntos sociales” quedó bien patente en su labor política.
José Navarro de Cuenca accedió por vez primera a un cargo público en 1893. En las elecciones municipales celebradas en ese año, Navarro obtuvo los votos necesarios como para formar parte del Ayuntamiento de Cehegín, como Síndico del consejo municipal. Quizá fuera por su “apertura de mente”, sin duda fomentada por los estudios cursados, lo que le impulsase a dar sus primeros pasos en la política de la mano del Partido Liberal, que, por cierto, en esa época del “turnismo” en el ámbito nacional, protagonizado por el conservador Cánovas del Castillo y el liberal Sagasta, era una tendencia minoritaria en la Región.
No sería hasta 1898, el año del gran desastre español, cuando José Navarro fuese nombrado Alcalde de Cehegín. De nuevo puede observarse el contraste entre la actividad política nacional y regional: mientras el país andaba agitado por la inoperancia y el desatino de los políticos que se habían dejado marchar las últimas colonias de la mano de los siempre poderosos Estados Unidos de América, Cehegín iba a inaugurar un período de creciente prosperidad gracias a la labor atenta y responsable de un alcalde preocupado por sus vecinos. Así, al frente de la Alcaldía, don José creó una feria anual de ganados en el municipio, facilitó las explotaciones de las minas ubicadas en la localidad, embelleció las Fiestas Patronales, puso los medios para tratar las enfermedades del cáñamo y la filoxera de las viñas, señaló urbanísticamente la formación de las primeras calles del Barrio de las Maravillas, potenció la Banda de Música y preparó el proyecto para el suministro de aguas potables. Pero, sin duda alguna, tres obras suyas, tres, han recibido el honroso título de “obras maestras” con el paso de los años: se trata de la instalación de alumbrado eléctrico en el municipio, la escritura a favor del Ayuntamiento sobre los montes comunales de Cehegín y, cómo no, la construcción de la plaza de toros de la localidad.
Como queda escrito más arriba, corría el año 1900 cuando comenzó a fraguarse el proyecto de construcción de la plaza de toros de Cehegín. El propio señor Alcalde, don José Navarro, es el encargado de dibujar los planos, gracias a su preparación como ingeniero. Pero no sólo tendrá Navarro que poner a disposición del pueblo su apoyo y sus conocimientos de obras públicas, sino también buen parte de su capital. Porque es cierto que numerosos vecinos participaron con su trabajo en la construcción de la plaza, pero también es verdad que, a medida que las obras avanzaban, se incrementaban los gastos de materiales y de construcción. Y como el patrimonio de don José era casi tan considerable como su amor por Cehegín y su pasión por el proyecto de “su” plaza de toros, él mismo cargó con los gastos de materiales y de construcción. De hecho, la situación fue tan crítica que necesitó vender su finca preferida, “La Vereda”, ubicada en Caravaca, para invertir en la nueva plaza el dinero obtenido con la venta. No es gratuito, pues, su protagonismo en el proyecto, así como el postrero reconocimiento de su importante labor. Se trata, sin duda, de la herencia del espíritu romántico puesta al servicio de la causa de un pueblo. Como dice la sabiduría popular, “hechos son amores y no buenas razones”.
Las obras se extendieron casi un año. La construcción del coso, de 2.612 metros cuadrados de superficie (incluido el patio de caballos) había hecho necesario demoler la parte superior del cerro en que se asienta y excavar en él para construir parte de los tendidos y el suelo. Esto dota a la plaza de una característica muy peculiar, única: las filas medias de los tendidos están a la altura de la calle, por lo que no es necesario subir ningún tipo de escalera para acceder a ellos. Comodidades de última generación en un coso centenario.
Las figuras, en Cehegín
La plaza de toros de Cehegín se inauguró el 14 de septiembre de 1901, con motivo de las Fiestas Patronales de la localidad, con un espectáculo que se celebró a beneficio del Asilo de Ancianos de San José. En este festejo inaugural actuaron “Jerezano” –que sustituía al anunciado “Villita”- y “Guerrerito”, quienes dieron lidia y muerte a un encierro de Don Esteban Hernández (antes Conde de Patilla). El primer toro que pisó la arena del coso ceheginero se llamaba “Morisco” y era castaño y ojinegro; tomó ocho varas y mató un caballo y su matador fue “Guerrerito”. Al día siguiente se celebró otra corrida en la que repitió “Guerrerito” junto a “Machaquito”, esta vez con toros de Don Jacinto Trespalacios.
Como puede observarse, por la plaza de toros de Cehegín han pasado los más famosos diestros de cada tiempo. Así, además de “Machaquito” actuaron en el coso ceheginero el insigne Rafael Gómez “El Gallo”, Limeño; Belmonte, Gaona, Luis Freg, Antonio Márquez, Juan Luis de la Rosa, el “Niño de la Palma” –éstos en una época posterior-; Pepín Martín Vázquez –que vistió por primera vez su traje de luces en Cehegín (igual que el torero murciano Manuel Cascales) y en este mismo coso firmó su segunda actuación como matador de toros, junto con Domingo Ortega y Manolete, el 14 de septiembre de 1944-, Carlos Arruza –cuya última actuación en los ruedos españoles tuvo lugar precisamente en Cehegín, donde actuó como rejoneador; al día siguiente, toda la prensa nacional y extranjera destacó este evento y lanzó a los cuatro vientos el nombre de Cehegín-, Antonio Ordóñez, Miguel Báez “Litri”, Antonio Bienvenida, Gregorio Sánchez, Chicuelo II, Fermín Murillo, Palomo Linares o Manuel Benítez “El Cordobés”.
Otros festejos taurinos que siempre han tenido mucha fama en Cehegín son los festivales que se celebraban a beneficio del Hospital-Asilo de Cehegín. El primero de ellos se anunciaba para el 26 de octubre de 1947, con reses de Herederos de Rafael Lamamié de Clairac para el rejoneador Juanito Balañá y los diestros Pedro Barrera, Miguel del Pino y José Vera “Niño del Barrio”.
Pepín Liria, ceheginero de pro
Pero, sin duda alguna, ha sido la ascendente carrera de un diestro de la localidad lo que ha hecho que el nombre de Cehegín sea conocido –y dicen algunos que incluso bien pronunciado (ya saben, “Cehegín” y no “Ceheguín”, como mucha gente osaba decir)- en todo el orbe taurino. Y que a este nombre se asocie la valentía, el pundonor y la honradez, unidos también, claro está, a la profesionalidad. Se trata de Pepín Liria, insigne ceheginero que lleva orgulloso el nombre de su pueblo dondequiera que va.
Criado en el barrio del Mesoncico, el barrio donde comenzó a “jugar al toro” y a alimentar sus sueños de gloria torera, también fue Cehegín la localidad que vio a Liria debutar con caballos, el 8 de abril de 1990, con novillos de José María Soto de la Fuente y con Vicente Bejarano y Miguel Carrasco como compañeros de terna.



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